No sé cuánto tiempo estuve tirado en el suelo, pero lo primero que recuerdo es abrir los ojos y darme cuenta de que estaba debajo de un basurero, esos de metal que están frente a cada casa.
Me di cuenta que esos basureros ayudan en muchas cosas: a reciclar, a mantener limpio un hogar, y a detener a hombres de 1.80 metros que acaban de ser embestidos por un carro simplemente por manejar una bicimoto.
Ahí estaba yo, en media calle; todavía sentía como si mi cabeza estuviera raspando contra el pavimento, y un ardor intenso que recorría todo mi cuerpo, como si mil agujas me atravesaran la piel de los brazos, la espalda y las piernas. Estaba aturdido, casi no podía escuchar, tenía la respiración entrecortada y apenas podía mover los ojos.
Todo pasó tan rápido que aún ahora me cuesta creerlo. Había chocado con un carro.
No fue un choque cualquiera, fue una decisión que tuve que tomar en fracciones de segundos. Cuando vi que el auto, parado en media calle justo en frente del local de Las Frutas Y Verduras en San Ramón, dobló hacía la izquierda, sin una direccional y justo en frente de mí, supe que no había manera de frenar a tiempo.
Mi mente solo pudo pensar “si aprieto los frenos, me estrello contra la cajuela y me mato, me puede destrozar por completo”.
En ese microsegundo lo único que pude hacer fue soltar el acelerador, y jalar la bicimoto con todas mis fuerzas para evitar chocar de frente. Cada parte de mi cuerpo hizo el esfuerzo, pues mi vida dependía de ello. La bicimoto perdió la estabilidad, se deslizó en el asfalto, mientras yo iba junto a ella, rodando más rápido que sus neumáticos. El único contacto con el carro fue contra el espejo, que se rompió en el impacto.

Todo pasó tan rápido que aún ahora me cuesta creerlo.
Sentí como la tierra, la arena y el asfalto se metían en mis heridas abiertas. La sangre empezó a correr y no dejaba de brotar. Pero el dolor se demoraba: tanta adrenalina me mantenía en un estado de furia y confusión.
Recuerdo que fui directo al conductor, molesto porque el carro no tenía luces encendidas ni señales al doblar, obviamente me pareció estúpido de su parte, pues en Costa Rica, según la Ley de Tránsito es obligación llevar las luces encendidas entre las 6 de la tarde y 6 de la mañana, si no quieren llevarse una multa de ¢ 122 867,84 colones.
Le reclamé al “conductor”, si así se le puede llamar, con todo lo que tenía, sin darme cuenta la gravedad de mis heridas.
El golpe de realidad me llegó cuando una chica que pasaba por la acera comenzó a gritar que mi mano estaba abierta y sangrando. Miré mi nudillo y la imagen que hoy no se borra, fue ver el hueso blanco, saliendo de mi piel. Ahí sí me empezó a doler todo y el miedo se instaló en mí.
Me senté en la acera con la ayuda de unas personas amables que llegaron rápido, una mujer me dio agua con azúcar para evitar que me desmayara. Mi cuerpo se fue apagando lentamente, un hormigueo frio me recorrió entero.
Pensé en mi papá y en la que ahora es mi novia, y cuando me dieron un celular, quise ser yo quien hablara para que supieran que estaba vivo.
El ruido de los carros al pasar me resultaba lejano, como si el mundo siguiera adelante sin detenerse a mirar que, en ese instante mi vida dependía de un hilo.
Entonces cierro los ojos.
Y de pronto todo cambia. Estoy en mi cama, despierto en un día soleado y lleno de vida. Afuera suenan los pájaros cantando y el aire fresco entra por la ventana.
Hoy es el día; hoy voy a comprar mi primera bicimoto.
La decisión no vino de un capricho, sino de la necesidad. No tenía licencia para conducir un carro, y el dinero no alcanzaba para taxis cada vez que debía moverme.
La bicimoto parecía la opción más accesible: barata, sin tantos requisitos legales y, sobre todo, la promesa de independencia. Esa independencia que para mí significaba libertad, poder salir sin depender de nadie, llegar a donde estaban mis amigos, sentir que mi tiempo y mis pasos eran míos.
Toco tierra en Palmares, donde compraría la bicimoto.
Recuerdo el brillo del manubrio la primera vez que la vi. No era el carro que siempre había soñado, pero sí un símbolo de autonomía.
Tenía la ilusión de que mi vida cambiaría. Lo hizo, pero no de la manera que esperaba.
Aquí en mi país, este sentimiento no es único. Según datos del Consejo de Seguridad Vial (COSEVI), en el 2023 las motocicletas representaron casi el 50% de las muertes en carretera.
Lo más alarmante es que en el caso de bicimotos los accidentes suelen estar ligados a condiciones muy similares a las mías: conductores jóvenes, sin licencia, y con menos recursos para acceder a medios de transporte más seguros.
Mientras ajustaba el casco y sentía la vibración del motor, no podía imaginar que cada detalle omitido en la seguridad tendría un costo enorme.

Mientras ajustaba el casco no imaginada que cada detalle omitido en seguridad tendría un costo enorme.
La Policía de Tránsito reporta que uno de los factores más recurrentes en choques de motocicletas es la falta de luces encendidas de noche y el no uso de direccionales.
De hecho, estudios internacionales de la OMS señalan que no utilizar las luces de noche aumenta en un 30% el riesgo de colisión frontal o lateral, mientras que ignorar el uso de direccionales multiplica dos veces las posibilidades de provocar un accidente.
Ahora pienso en cuantas veces manejé confiado, sin tomar en serio esos pequeños “detalles” que en realidad son la diferencia entre volver a casa o terminar en una camilla.
Avanzo en el recuerdo; mi papá con miedo en los ojos me dio permiso de comprar la bicimoto. No porque estuviera convencido, más bien porque confiaba en que yo sabía cuidarme.
“Sos responsable, no vas a hacer estupideces” me dijo, intentando convencerse tanto a él mismo como a mí.
Nunca fui de pedir opiniones ni de buscar aprobación, pero ese día agradecí que me apoyara.
Recién ahora, tanto tiempo después, me doy cuenta de que aquella compra no fue solo un paso a la independencia, también el inicio de una ruta que me llevó directo al accidente.
Cierro los ojos otra vez.
Y ahora no sé si lo que veo es un sueño, una pesadilla, un recuerdo o una advertencia.
Abro mis ojos.
La escena se ve distinta. Muchas luces rojas y una sirena sonando en mis oídos aún aturdidos.
Me bajan de una ambulancia en camilla y lo próximo que veo es el techo blanco del hospital, concretamente el Carlos Luis Valverde Vega, en San Ramón.
En este hospital ya conocían historias como la mía, o incluso peores. Ese mismo año meses atrás, otro motociclista de apenas 37 años había chocado en la entrada de Naranjo y falleció minutos después, en el mismo hospital en el que me encontraba yo, vivo por obra del destino.
Característico por sus luces frías y un olor a desinfectante que lo impregnaba todo.
Ya no había motor, ni basurero, ni calle; solo una camilla dura bajo mi espalda y la sensación de que cada hueso en mi cuerpo había decidido despedazarse al mismo tiempo.
Sentía la pierna inmóvil, el brazo derecho adolorido, y un pitido constante que marcaba mis signos vitales, recordándome, que seguía vivo, aunque fuera por pura suerte.
Lo primero que pensé fue “¿Qué pasó con la bicimoto?”. Era absurdo lo sé, pero cuando uno se aferra a algo, hasta en medio del dolor se preocupa más por el objeto que por el propio cuerpo.
Luego me llegó el recuerdo completo: la caída, el golpe, el basurero, la oscuridad. Y ahí entendí que era yo el que estaba roto.
La enfermera que me dizque “cuidaba” en la camilla, tenía una frialdad que me atravesó más que las heridas. Sus manos se movían rápidas, como si yo fuera un trámite más.

La enfermera tenía una frialdad que me atravesó más que las heridas.
Era casi el cambio de turno de la noche, por lo que no quería ni atenderme.
Me jalaba el brazo para ponerme la vía, me giraba sin aviso para revisar mi espalda.
Yo me quejaba, y ella solo me respondía con un “quédese quieto” seco, sin una pizca de compasión.
En ese momento sentí que no era un ser humano que sufría, sino un número más en el registro de emergencias.
Y tenía razón. Según datos del Ministerio de Salud, en Costa Rica más de 10 mil personas al año son hospitalizadas por accidentes de tránsito y el 35% son motociclistas.
Esa noche yo simplemente estaba sumando mi estadística personal a una cifra que crece año tras año.
Pero detrás de ese número había un cuerpo fracturado, un muchacho que solo quería moverse con libertad, y que ahora se debatía entre el dolor físico y la frialdad institucional.
Pasaron horas y días interminables de evaluaciones, yesos, radiografías, curaciones tortuosas.
Sentía que mis heridas físicas eran superables, pero lo que dolía más era esa deshumanización, ese trato indiferente que me hicieron sentir insignificante.
El simple hecho de que me “lavaran” la mano, con mi hueso literalmente respirando el aire de los hospitales, sin algún tipo de cuidado, me hacía repetirme “¿Por qué tanta frialdad? ¿Dónde quedaron las ganas de curar?”.
Cuando finalmente me dieron el alta, me advirtieron que la recuperación arrancaba fuera del hospital. Tendría que hacer rehabilitación en el INS, donde se recupera a quienes quedaron resecos por el asqueroso sistema.
Cada sesión era un enfrentamiento con mi propia fragilidad, ya me sentía indispuesto, sin ganas de acercarme a ningún centro de atención médica, y repugnando a todo doctor y enfermero.
Lo que menos esperaba al entrar al INS fue ver un ángel caído del cielo. La Dra. Centeno, una médico compasiva, dispuesta a mirar más allá de mi yeso y mis puntos.
Y detrás de esa bata, descubrí un rostro conocido. Era la mamá de Monge, un amigo que había hecho el año pasado, el último año de cole, y con el cual siempre me había llevado muy mal, hasta que me di el placer de conocerlo.
Esa conexión lo cambió todo. Dejó de ser un rol profesional frío para transformarse en una persona fundamental. Me escuchaba con atención, torcía mi mano vendada para ver mi dedo inmovilizado, me alentaba con palabras simples que tenían una fuerza enorme “no estás solo. Vamos paso a paso”.
La cercanía fue un bálsamo que ni todo el hospital había conseguido darme.
La recuperación siguió su ritmo lento pero imparable.
En 2024, los motociclistas afectados acumularon más de 255 mil días de incapacidad, con un costo cercano a los 9.651 millones de colones, según el INS.
Eso significa que cada uno de esos días más de 250 personas quedaban fuera de circulación por lesiones graves.
Yo también formaba parte de ese conteo doloroso.
Cada caminata errática con la bota ortopédica era una batalla personal, cada dedo adormecido era un recordatorio de lo cerca que estuve de perder más.
El proceso fue agotador.
Bañarme era una pesadilla, sentándome en un banco, con una pierna elevada y la mano inmovilizada.
Cierro los ojos.
Por un instante, todo se disuelve. El yeso, el olor a jabón y desinfectante, el dolor tan punzante en los huesos.
Cuando los vuelvo a abrir estoy saliendo de casa.
De nuevo es aquel día, como si la vida me ofreciera una posibilidad de repetir esa historia.
Es temprano. Alrededor de las 11 de la mañana, voy camino a la casa de mi abuelo.
Él me espera con la sonrisa sencilla de siempre, sosteniendo una caja polvorienta con la nueva televisión que quiere montar en la pared.

¿Qué hubiera pasado si ese día hubiera sido más cuidadoso?
Lo ayudo con cuidado a buscar las herramientas, midiendo el espacio, sosteniendo el aparato entre risas y anécdotas.
Nada en ese momento parecía extraordinario y, sin embargo, ahora que lo recuerdo me doy cuenta de que esos gestos simples son los que sostienen la memoria, esa memoria que guardaré hasta el día que vuelva a ver a mi abuelo.
Después con el sol cayendo, tomo rumbo hacia otro lugar.
Voy a ver a quien hoy es mi novia, pero en ese entonces apenas nos estábamos conociendo.
Era todo secreto, en visitas cortas y escondidas, con esa mezcla de nervio y emoción que tiene lo prohibido.
Recuerdo la mirada cómplice, las sonrisas contenidas, la ilusión de lo que estaba naciendo.
Y entonces la duda me invade la cabeza ¿Qué hubiera pasado si ese día hubiera sido más cuidadoso?
Si hubiera esperado cinco minutos más antes de irme de su casa. Si hubiera tomado otra ruta, si hubiera decidido quedarme todo ese día conversando y ayudando a mi abuelo, o si hubiera encontrado una excusa para no salir.
Tal vez nunca habría terminado en una cama de hospital, nunca habría sentido la indiferencia fría de aquella enfermera, ni habría conocido la calidez de las manos de la mamá de Monge.
Tal vez mi relación con mi novia habría seguido un curso distinto, más fluido, sin pausas forzadas por la distancia, tal vez no hubiera tenido que conocer a mi familia a la fuerza al ser viniendo a mi casa la única forma de verme luego del accidente. Quizá habríamos crecido de diferentes formas y sin la sombra del accidente marcando nuestro silencio.
Pero a la vez pienso ¿Sería el mismo Steven de hoy si nada de eso me hubiera pasado? El accidente fue un quiebre, un golpe brutal que me obligó a parar, a observar y a valorar todo lo que parecía obvio.
Me hizo consciente de la fragilidad de cada elección, de cómo un segundo define si seguimos en un camino o nos desviamos para siempre.
En ese juego del “qué hubiera pasado si…”, a veces me atormento con la idea de que podría haber evitado el dolor, pero al mismo tiempo, sé qué sin esa experiencia no entendería hoy el peso de cada decisión.
Quizás todavía viviría como si fuera inmortal, sin reconocer que la vida pende de hilos invisibles…
Cierro los ojos de nuevo.
Y cuando los abro ya no estoy con mi abuelo ni frente a Navith.
Vuelvo a estar en el hospital, con mis cicatrices, mis aprendizajes y la certeza de que, aunque nunca pueda cambiar lo ocurrido, puedo decidir como lo cuento y cómo lo sigo viviendo.
*Escrito por: Sebastián Monge Centeno