Vivir esto desde afuera es muy horrible, da ansiedad, no me gusta salir y a mi familia la asaltan en la esquina de mi casa. Cuando reviso mi teléfono y veo una balacera, ya no me genera miedo, ni me sorprendo, es normal por aquí. Escucho balazos desde que tengo uso de razón, los tengo ya como música de fondo para dormir, pero es que nací en Desamparados.
Soy Santiago Pavón, o “Pavón”, como me conocen todos. Vivo en un barrio normal en Gravillas al frente de la escuela y nunca me metí en varas con drogas. No me gusta la vida fácil y aprecio mucho mi vida. Yo no quiero que me maten por andar vendiendo en territorio rival o por algún problema. Además, no tengo el valor de hacer esas cosas.
Por eso una de mis películas favoritas es Una historia del Bronx del 93, donde el hijo de un autobusero tiene que convivir con mafiosos de su barrio. El hijo aprende mucho del capo de la mafia y por eso se diferencia de los demás de su edad. Gracias a eso no muere cuando sus amigos iban a hacer cosas racistas, porque él decidió salir del carro y ser diferente. Me gusta pensar que yo soy diferente a los demás compas del cole.
Aunque, como habitante de entre las 200 mil personas que viven en Desamparados me toca ver cosas que no quiero, pero es lo que queda. Yo estudio para trabajar y salir de mi barrio, pero hasta entonces queda conformarse. Al menos así tengo historias para contar cuando estoy con mis amigos; algo de provecho le puedo sacar a todo esto.

Como habitante de entre las 200 mil personas que viven en Desamparados me toca ver cosas que no quiero
Pero por andar contando historias, un amigo me dijo: “Mae, ¿podría hacerle una entrevista sobre las cosas que le han pasado?” Y no pude decirle que no. Porque si ya le cuento a medio mundo la tragicomedia que vivo con la inseguridad en mis épocas del cole, ya no importa si queda en audio.
Aunque le dije que sí, que todo bien, que no había problema, no sé qué contarle. Me dijo que en dos semanas podríamos hacer la entrevista en la Biblioteca de Desampa. Ese edificio viejo atrás de la municipalidad, al que nadie va, pero tiene un olor indescriptible a nostalgia y recuerdos.
Me pasaron tantas cosas que si sacara del baúl de los recuerdos, tardaría tres horas. Se me ocurre primero empezar a contarle sobre que mataron a un amigo mío en Dos Cercas. A él lo conocí en la escuela, en Gravillas. Éramos muy cercanos, nos llevábamos superbién, jugábamos, parecíamos hasta hermanos del tiempo que pasábamos juntos.
Por eso cuando lo mataron me puse supertriste. No podía dejar de llorar y ver los mensajes en WhatsApp que enviaban con la cara desfigurada, solo me dejaba en claro que lo mataron como a un perro. Saber que mi amigo es un número más en los 800 homicidios del 2024. Pero es algo normal por aquí. Nosotros tenemos más probabilidad de morir porque el 91% de las víctimas de homicidio en 2024 fueron hombres siendo el grupo de jóvenes de 15 a 24 años uno de los más afectados.
Todo comenzó cuando llegamos al cole, al colegio de Dos Cercas, una zona marcada por conflictos de territorio y presencia de bandas desde que el “Indio”, uno de los narcos más conocidos de la década pasada, que controlaba el área. Eso hizo que se convirtiera en un lugar caliente, lleno de familias pesadas, y que Desampa fuera de los primeros cantones en los rankings de homicidios.
Como a muchos nos pasa, él empezó a alejarse de sus amigos de la escuela. Es algo común en el cole, pero claro, el nuestro no era un colegio cualquiera. Recuerdo perfectamente cuando un compañero sacó un fajo de billetes de 20 mientras tenía unas bolsas con drogas en el pupitre y nos decía con orgullo: “Vea, así de fácil se gana la plata vendiendo cosas”.

“Vea, así de fácil se gana la plata vendiendo cosas”
Seguramente por eso fue por lo que él empezó a meterse con ese tipo de gente. Lo veíamos en las esquinas parado. Yo me alejaba porque estaba con maes que vendían. Me acuerdo que una amiga le decía: “Salga de ahí, que usted no va a poder vivir de eso, usted es muy joven para morir”, pero él no hizo caso.
Al fin y al cabo, terminó siendo víctima del problema que tiene este país: los jóvenes somos olvidados por el sistema. Él, tristemente, se volvió uno más dentro de las redes de reclutamiento de las bandas criminales. Algo que ya se volvió cotidiano en Costa Rica; ver a un mae de 15 años en bandas matando gente, ya ni sorprende.
Empezó como muchos, como un perro: haciendo favores, llevando pequeñas cargas de droga y vendiéndola en los territorios por poco dinero. Siempre después del cole lo veíamos parado en la calle de Dos Cercas, detrás del parque, una calle tan solitaria que si una hormiga camina se siente la tensión en el ambiente. Así trabajaba él todos los días.
Después de un tiempo sin verlo, lo único que nos decían era que tenía carro, que andaba con dos maes transportando cosas. El paso de ser un mandadero a parecer un personaje de serie de narcos tan rápido, que sentí que le robaron el alma a mi amigo.
Encima de todo, cuando lo mataron ni siquiera fue por un pleito con él, era con el dealer principal del grupo. Él solo fue a hacer un trato con un amigo que era como un hermano y lo terminaron vendiendo a cambio de una recompensa. Empezó como perro y lo mataron peor que a un perro. El ciclo de esa vida.
No era un ángel. Se metió con gente peligrosa y claramente sabía en lo que estaba. Pero era mi amigo, o al menos lo era esa versión suya con la que jugábamos en la escuela. Pensar que a los 19 años dejó sola a su esposa y a su hija solo me llena de rabia, porque quiso vivir rápido y no le importó dejarlas sin protección en este mundo.
Mientras pensaba en todo eso, caminaba con enojo y tristeza por acordarme de él. Ni siquiera logro recordar su nombre. Volvía a casa por la calle de Gravilias, donde todos pasan rápido en una noche fría y solitaria, una más en mi vida. Trataba de pensar en algo distinto, algo que pudiera decirle a ese amigo periodista.
Al llegar a casa dejé mis cosas después de las clases de inglés. Necesitaba descansar y desconectarme. Ese día no quería escuchar ni un “good afternoon” ni un “hello”. En eso, me llegó un mensaje para salir a una actividad con compas esa noche. Desde aquel día no me gusta salir. Pero suave un toque, ey, ¡esa historia está genial para contársela a ese mae!
¡Cómo no le voy a contar la vez que casi acabo en una balacera a medianoche en Dos Cercas! ¡De fijo le interesa escucharla! No murió ningún amigo, pero creo que esa promete. De las quinientas cosas que me han pasado, creo que esa podría ser.
De solo pensar que ese día mi ex mejor amiga, mi exnovia y yo íbamos a una fiesta tranquila del Porve, todavía me da vueltas la cabeza. Creo que era Halloween. Yo, como no tenía dinero, me puse una camisa medio sucia y rota. Era un disfraz de Leonardo DiCaprio zombi en el Titanic mientras ellas sí se arreglaron y fueron de hadas.
Recuerdo que cuando ella me dijo que íbamos después del cole me pareció genial porque casi nunca salía así. Normalmente, solo iba a mi casa. Además, era en el Porve, así que no había problema alguno con acompañarlas; parecía un día bonito.
Pero cuando mi amiga dijo que se canceló la fiesta del Porve y que todavía estaban haciendo una en Dos Cercas, me cagué. La mamá de esta amiga que conoce a toda la “vieja escuela” de esa zona y sabe cómo se mueven las cosas por ahí siempre nos contaba historias de lo que había pasado, así que siempre le tuve respeto. Pero cuando hay presión social de varias personas, no pude decir que no al plan.

El 60% de la población estudiantil toma siendo menor de edad.
Y justo por eso, por estúpido, cuando el grupo para ir a la fiesta se hizo más grande, comenzaron a comprar alcohol en la pulpería frente a la Villa Olímpica. Como vi a todos tomando y me insistían para que tomara, no pude decir que no. Nunca había bebido y fue un pésimo día para empezar.
En ese momento formaba parte del 60% de la población estudiantil que tomaba siendo menor de edad, un porcentaje que solo crece año tras año. La presión social es enorme; en el cole te molestan si no bebes como los demás. Al menos yo, tomé por primera vez a los 17 años y no a los 12, que es el promedio de Costa Rica.
Desde que llegué a la fiesta no me sentí seguro. Era en una casa detrás de un callejón oscuro con dos bichotes cuidando la puerta. Nuestra amiga nos había dicho que sería algo tranqui, pero era todo menos eso. Afuera estaba medio país tomando y fumando en la vía pública.
A pesar de todas las red flags que vi, mis amigos decidieron quedarse y entrar. De algún modo no les parecía nada raro todo lo que yo percibía. Cuando los bichotes nos dijeron que la entrada costaba dos rojos, ahí sí lo pensaron. Curiosamente las mujeres pasaban gratis, pero los hombres teníamos que pagar y éramos mayoría.
Si antes tomé por presión social, ahora fue peor. Se formó un círculo gigante de gente, como en un capítulo de Los Simpson cuando ven pelear a dos monos. Solo que, en vez de monos, nos ofrecían tomar de un vaso de dudosa procedencia. Pasé de no beber a tomar tres vasos en medio de la vía pública con un montón de gente observándome y las arcadas que me dio el último vaso fueron insoportables.
Cuando volví a mirar, mis amigos ya no estaban; solo quedaban mi ex, mi ex mejor amiga y el hermano de ella. No recuerdo bien qué pasó con los demás, pero no me importó en ese momento. Yo solo quería irme, ya no aguantaba el ambiente; empezaba a sentir calor por tanta gente reunida y ni siquiera sabía si alguien estaba drogado frente a mí.
Como si el diablo hubiera escuchado mis súplicas, apareció un amigo superborracho, de esos que parecen de caricatura por cómo hablan y caminan. Nos dijo que dentro de la casa todo parecía súper pichudo, que valía la pena pagar. Yo en mi interior no le hice caso a este borracho, pero cuando mi ex y mi mejor amiga decidieron ir con él solo pensaba en maldecir a alguien.
Ahí estábamos el hermano de ella y yo, buscando y pidiendo dinero para entrar a un lugar de fiesta de dudosa procedencia porque ellas dos querían ir. No iba a dejar que entraran solas. Yo tenía dos rojos porque siempre guardo lo que me da mi mamá: para comer, para pases o para pagar una fiesta, como en este caso. Pero él no tenía y afortunadamente (o lamentablemente), había suficientes borrachos que nos dieron lo necesario para completar los 2.000 colones.

Era angosta y larga, parecía un búnker sin fin
Al entrar fue como adentrarse en una cueva, una cueva sin fondo y oscura. Solo sabía que era una casa porque vi la entrada. No tenía muebles, era angosta y larga, parecía un búnker sin fin. Hacía más calor que afuera y había un DJ al fondo; no lo veía con claridad porque parecía una imagen borrosa desde donde se escuchaba la música fuerte.
Entendí que usaban esa casa para hacer fiestas clandestinas usualmente y que debido a que es final de año, hacen más eventos por el horario. Era algo normal para la gente del cole hacer cosas así en esa época. Aunque no hay datos precisos sobre la cantidad de fiestas clandestinas, porque el control sobre esta problemática es mínimo y generalmente, se organizan por grupos de WhatsApp.
Las vimos en medio de todo ese caos, bailando. A pesar de lo que yo pensaba y de lo preocupado que estaba, bailaban como si la selección le hubiera ganado a Holanda en 2014. Después de un rato, ella normalmente cansada de bailar, me dijo de ir a un balconcito de la casa para descansar.
Entonces, después de un rato abrazados teniendo un momento adorable entre los dos, escuchamos unos gritos afuera del lugar: “¡Vea Mamapichas, ya sé dónde están ustedes! ¡Voy a venir a matarlos porque por fin los encontramos!” Como si yo no estuviera ya incómodo en ese lugar. Uno de los bichotes, enojado, dijo: “Jale, no se ponga en esas varas”. Solo escuché eso; después, escuché un carro irse del lugar y ya no volví a oír ningún grito.
Yo comencé a sobre pensar: “Y si era cierto, y si me matan, y si me voy corriendo, y si acabo baleado, ¿no tendría que estar aquí metido?”. Le rogaba que nos fuéramos, que ya saliéramos, pero ella me decía que esperara un ratito, luego nos vamos. Yo no soportaba estar ahí, pero decidí quedarme con ella, aunque ese “ratito” iba a ser un ratito guanacasteco.
Como si ya fuera mucho todo lo que quería irme, llegaron dos maes a sentarse a la par de nosotros. Uno era colocho, moreno, con un suéter que parecía chaleco de tránsito; el otro, moreno, con ropa totalmente negra. No parecerían un problema, si no fuera porque lo primero que dijeron al llegar fue: “Ahora sí vamos a hacer un montón de plata”.
Si esa declaración no fuera lo suficientemente alarmante, verlos sacar unas bolsas de sus abrigos ya hizo saltar toda mi ansiedad. Marihuana, bolsas con cocaína, pastillas y otras cosas que no sé qué eran, pero dudo que fueran legales. Después sacaron una picadora y comenzaron a triturar todo lo que tenían; sacaron los puros y empezaron a subir a un segundo piso las bolsas llenas de droga.
Veía todo ese montón de cosas amontonadas y me preguntaba: ¿de verdad habrá gente que compre todo eso? Con el tiempo me puse a investigar y descubrí que sí. Resulta que 1 de cada 6 estudiantes de secundaria consume alguna droga ilícita y al menos un 30 % ha recibido una oferta de drogas. En un lugar lleno de muchachos, los clientes sobran. Igual que pasa con el alcohol, el consumo empieza desde muy temprano, en promedio entre los 13 y 15 años.

1 de cada 6 estudiantes de secundaria consume alguna droga ilícita
Yo fingía demencia junto a mi exnovia; hacíamos como que no era con nosotros. Nos manteníamos callados, abrazados y pasando el rato. Fue un momento eterno; sentía que cada segundo duraba una hora y que cada bolsita que procesaban podía hacer que la policía llegara en cualquier momento.
Al final nos comenzaron a empujar para hacer más espacio porque la cantidad de droga que tenían era demasiada para la banca donde estábamos. Para no empeorar la situación no dije nada ni intenté pelear; todo ya era demasiado incómodo y peligroso como para terminar baleado en medio de la fiesta. De repente, se escuchó un carro afuera del lugar.
Recordaba que el carro había llegado antes y fue cuando amenazaron con matar a todos dentro. Activé mi sentido arácnido de supervivencia. Cuando miré de nuevo afuera, bajaron las ventanas del carro, un Toyota blanco que relucía en medio de la noche y el que estaba más cerca sacó un arma.
Quería correr, salir, llorar, escapar, dejar a mis amigos ahí botados. Solo escuchaba: “Aquí la vara ya se pone seria, saquen a esos maes de ahí. Ustedes ya nos tienen hartos, nos deben un vergazo de plata, lo que queda es matarlos. Saquen a esos malparidos”.
Mientras todo se detenía en mi cabeza, la gente dentro de la casa seguía bailando, la música seguía y el DJ tocaba a todo volumen. Nadie podía ver cómo el mae del carro se bajó y le puso la pistola en la cabeza al portero: “Si no saca a esos maes de aquí también vamos a matar a todos los chamacos”, solo escuché.
Fue el momento de actuar. Le dije a mi expareja: “Vamos a sacarlos de adentro o se va a armar una balacera aquí”. Después de buscar, encontré a mis amigos y traté de explicarles que nos iban a matar a todos. Ella estaba ida por el alcohol, así que solo le dije que el mae que le gustaba estaba afuera, solo así logré sacarla de la fiesta.
En ese momento maldecía mis decisiones, maldecía a mi amiga por haberme metido ahí y maldecía a los maes que estaban afuera. Quería esconderme, correr, gritar, hacerme bolita y esperar hasta mañana. Veía a mi pareja nerviosa también.
Entre todo lo que pasaba, escuché un: “¡Llamen a la policía!” Solo podía rezar y esperar que alguien lo hiciera. Llegamos afuera y no estaba el carro ni los bichotes, más bien un montón de gente que quería salir, pero nadie se animaba hasta que los primeros héroes corrieron.
En eso llegó la policía. Cuando llegaron las patrullas, sentí paz; por fin estaba seguro después de tanto tiempo en esa situación. Pero cuando pensé que todo había acabado, escuché de fondo: “Suéltelo, suéltelo”. Segundos después, balazos. No supe de quién eran: si de la policía, de los guardas, del carro o de alguien más. No me importó; eso solo terminó de rematar mi suerte.
Volví a ver a mis amigos con la cara más seria posible. “Ya tenemos que irnos, no me importa nada, vámonos”. Salimos y la policía requisaba a todos, algo normal dentro de la situación. Pero me encendieron las alarmas cuando agarraron a un mae: “Usted no tiene cédula, se queda aquí y no puede salir”. Ahí recordé que los cuatro estábamos haciendo algo ilegal porque todos éramos menores de edad.
Intentamos quedarnos discretos hasta el fondo, pero de ahí venían los balazos y toda la gente; era arriesgarse a eso o terminar arrestados. Una situación típica de todos los días. Parecía que un ángel o un demonio nos salvó, porque abrieron una reja en un lado y logramos pasar. No sabía a dónde nos llevaba, pero después de atravesarla llegamos a unas matas, luego a la calle principal de Dos Cercas y de ahí corrimos hasta mi casa en Gravilias. Así fue como por fin, escapé de todos eso.
Luego la mamá de mi amiga nos contó que en esa fiesta mataron a varias personas. Un grupo se metió en territorio de una familia muy pesada e hicieron la fiesta para evitar que los mataran. Por salir de fiesta, por presión social, casi acabo en una balacera; casi me matan por una noche en la que no tomé las mejores decisiones. Yo nunca me drogué, no estaba en ninguna banda ni quería hacerle daño a nadie; solo quería estar con mis amigos.
Tuve suerte, no como Sebastián Esquivel, un chico de Desamparados que mataron al llegar a su casa después del trabajo. Él no era narco; salió de un colegio técnico y su sueño era tener una casa. O como Luis Méndez, un chico de 17 años que mataron por tratar de defender a una amiga en un asalto.
Por eso creo que esta historia podría servir para la entrevista. Me pasaron cosas más locas viviendo en Desamparados, pero esta muestra claramente que la situación de inseguridad es demasiado compleja para resumirla en un “dejen que se maten entre ellos”. Yo pude haber sido un inocente más muerto por la ineptitud de algunos que no se atreven a “comerse la bronca”.
*Escrito por: Emilio Román Agüero